OLÍMPICOS
El desfile inaugural de los juegos olímpicos es la parada de los monstruos: el gigante, el enano, el gordo, el flaco, el forzudo y el hombre de goma, todos mezclados, sólo separados por las banderas y los vestidos, de traje regional o de horteras, según el tamaño y la antigüedad del país al que representan. Cuanto más pequeño y más joven es el país, también es más exótico o más protocolario. Los grandes y viejos países pasean por la pista vestidos de cualquier cosa, con esa tranquilidad que da ir disfrazado cuando es en compañía de muchos. Los grandes y viejos países no son países distintos, sino que coinciden, pues la moda en creación de estados es hacerlo por disgregación y no por agregación, con lo cual, los nuevos suelen ser más pequeños que los viejos.
La cosa es que el desfile olímpico muestra un cielo politeista, en el que las deidades son de todos los sexos y de todos los aspectos imaginables. Cada país que puede permitírselo presenta la colección de monstruos completa y los chiquitines se especializan según recetas regionales: mujeres zancudas del caribe, diminutas gimnastas del lejano oriente, centauros antillanos, livianos corredores africanos, obesos luchadores de las islas del pacífico, y forzudos caucásicos para levantar pesos, luchar como romanos o lanzar lejos martillos, discos, pesos.
La cosa es que, después de la hipnótica escenografía que los chinos prepararon para inaugurar sus juegos, mientras los países participantes desfilaban, antes de participar en esas batallas de mentira que son los campeonatos, en las que sólo los periodistas en general, y las ciclistas españolas, creen que hay que ir a muerte, dos de las más de trescientas banderas estaban compitiendo de verdad, a cañonazos, con derrotados clarísimos, muertos, sin vida, para siempre.
Los periódicos tenían difíciles las portadas del día siguiente. Los lectores también. Las batallas olímpicas, pensadas para ser vistas, ofrecen imágenes abundantes y canónicas que los ojos devoran. Es más difícil tragar, otra vez, las fotos de las guerras entre personas aparentemente occidentales. No me refiero a las más dramáticas: las de mujeres heridas, o llorando, o las de soldados muertos, o matando, o yendo a luchar con poco aspecto de luchadores. A mi la foto que me impresiona es esa en la que se ve a dos hombres sin camisa, de espaldas, con los molletes al aíre, que han ido hasta las afueras del pueblo, en una tarde soleada, a ver como trabaja el lanzacohetes. Tipos absolutamente normales, sin cualidades excepcionales, ni altos, ni bajos, sin entrenamiento alguno, ni resistencia, ni práctica, las gentes corrientes que protagonizan las verdaderas competiciones.
Rusia ya no es la que era en el medallero olímpico, pero todavía recuerda cómo se construyen esos desfiles inaugurales y parece dispuesta a darle la vuelta a la tendencia que favorece la aparición de equipos olímpicos exóticos. Sabe que el resultado de todo esto puede ser que los osetos del sur y los azajos desfilen de horteras rusos y no de regionales en algunos de los próximos juegos, donde, por cierto, está prohibido hablar de política.
La cosa es que el desfile olímpico muestra un cielo politeista, en el que las deidades son de todos los sexos y de todos los aspectos imaginables. Cada país que puede permitírselo presenta la colección de monstruos completa y los chiquitines se especializan según recetas regionales: mujeres zancudas del caribe, diminutas gimnastas del lejano oriente, centauros antillanos, livianos corredores africanos, obesos luchadores de las islas del pacífico, y forzudos caucásicos para levantar pesos, luchar como romanos o lanzar lejos martillos, discos, pesos.
La cosa es que, después de la hipnótica escenografía que los chinos prepararon para inaugurar sus juegos, mientras los países participantes desfilaban, antes de participar en esas batallas de mentira que son los campeonatos, en las que sólo los periodistas en general, y las ciclistas españolas, creen que hay que ir a muerte, dos de las más de trescientas banderas estaban compitiendo de verdad, a cañonazos, con derrotados clarísimos, muertos, sin vida, para siempre.
Los periódicos tenían difíciles las portadas del día siguiente. Los lectores también. Las batallas olímpicas, pensadas para ser vistas, ofrecen imágenes abundantes y canónicas que los ojos devoran. Es más difícil tragar, otra vez, las fotos de las guerras entre personas aparentemente occidentales. No me refiero a las más dramáticas: las de mujeres heridas, o llorando, o las de soldados muertos, o matando, o yendo a luchar con poco aspecto de luchadores. A mi la foto que me impresiona es esa en la que se ve a dos hombres sin camisa, de espaldas, con los molletes al aíre, que han ido hasta las afueras del pueblo, en una tarde soleada, a ver como trabaja el lanzacohetes. Tipos absolutamente normales, sin cualidades excepcionales, ni altos, ni bajos, sin entrenamiento alguno, ni resistencia, ni práctica, las gentes corrientes que protagonizan las verdaderas competiciones.
Rusia ya no es la que era en el medallero olímpico, pero todavía recuerda cómo se construyen esos desfiles inaugurales y parece dispuesta a darle la vuelta a la tendencia que favorece la aparición de equipos olímpicos exóticos. Sabe que el resultado de todo esto puede ser que los osetos del sur y los azajos desfilen de horteras rusos y no de regionales en algunos de los próximos juegos, donde, por cierto, está prohibido hablar de política.
Comentarios
A veces pienso que el primero que cercó un terreno y lo hizo suyo provocando las consiguientes guerras no fue culpable por crear la propiedad privada como dijo Rousseaus, sino de haber fundado el primer país.
KK