CERVANTES DE BARRIO
Desde que no vive nadie en casa de Don Francisco del Río, la única ventana habitada que se ve desde la galería de mi abuela es la de Antonio Gamoneda. Les separan el patio de mi tía Marta y el del Museo Sierra Pambley. También les separa el hecho de que viven en mundos diferentes: mi abuela no está en su mejor momento y Gamoneda es poeta.
Antonio Gamoneda fue compañero de mi padre. Trabajó en Banesto. Alguna vez imaginé el momento, audaz, en el que aquel individuo dejaba abandonaba a mi padre y los manguitos seguros del bancario, cuyos billetes –doy fe- eran de riguroso estreno, para seguir emborronando papeles de otro tipo, unos cuyos balances no cuadran. Lo imaginé porque para un leonés, y además de mi familia, abandonar un trabajo seguro es sencillamente impensable.
Una vez, de compras por la plaza, Ángel Díez y yo nos lo encontramos. Ángel, que le conoce mucho, estuvo hablando con él. Fue una situación curiosa. Ángel habla bajísimo y Gamoneda es sordo. Era un diálogo difícil que implicaba una creciente cercanía física. Como enseguida me da la risa, me distraje pasando la vista por el puesto del pescado y asocio aquella historia a los ojos de una merluza.
Además de estas familiaridades de segunda mano, Gamoneda y yo compartimos otras cosas más personales. Por ejemplo, la puerta de su casa fue la portería en la que, cuando teníamos 10 años, entrenamos a Ricart para nuestro primer partido serio. No sabíamos que era la puerta de un poeta, pero ahora se hace evidente su influencia en nuestro esfuerzo inútil: los maristas nos metieron 12-0. Y algo más personal: también prefiere las cañas del bar Madrid, lo cual dice mucho a su favor. Él se coloca al fondo de la barra, junto a las puertas de los baños, y allí es donde degusta esa espuma, tan bien tirada, que es como crema.
Ayer por la mañana, mientras iba a ver a mi tío Chili, con el que había quedado en la cafetería del Conde Luna, en la calle Sierra Pambley nos cruzamos Gamoneda y yo. Me dieron ganas de felicitarle pero recordé su sordera. Gamoneda caminaba de vuelta a casa, con un paso irregular -avanza más una pierna que otra- y con varios periódicos en una bolsa. En los periódicos estaba él mismo, convertido en premio Cervantes y diciendo que sólo se sentía el mejor poeta de su barrio, lo cual a vosotros os deja fuera y sólo a mi abuela y a mí nos hace verdadero daño.
PD. La foto de hoy en el fotoblog es de entrada libre
Antonio Gamoneda fue compañero de mi padre. Trabajó en Banesto. Alguna vez imaginé el momento, audaz, en el que aquel individuo dejaba abandonaba a mi padre y los manguitos seguros del bancario, cuyos billetes –doy fe- eran de riguroso estreno, para seguir emborronando papeles de otro tipo, unos cuyos balances no cuadran. Lo imaginé porque para un leonés, y además de mi familia, abandonar un trabajo seguro es sencillamente impensable.
Una vez, de compras por la plaza, Ángel Díez y yo nos lo encontramos. Ángel, que le conoce mucho, estuvo hablando con él. Fue una situación curiosa. Ángel habla bajísimo y Gamoneda es sordo. Era un diálogo difícil que implicaba una creciente cercanía física. Como enseguida me da la risa, me distraje pasando la vista por el puesto del pescado y asocio aquella historia a los ojos de una merluza.
Además de estas familiaridades de segunda mano, Gamoneda y yo compartimos otras cosas más personales. Por ejemplo, la puerta de su casa fue la portería en la que, cuando teníamos 10 años, entrenamos a Ricart para nuestro primer partido serio. No sabíamos que era la puerta de un poeta, pero ahora se hace evidente su influencia en nuestro esfuerzo inútil: los maristas nos metieron 12-0. Y algo más personal: también prefiere las cañas del bar Madrid, lo cual dice mucho a su favor. Él se coloca al fondo de la barra, junto a las puertas de los baños, y allí es donde degusta esa espuma, tan bien tirada, que es como crema.
Ayer por la mañana, mientras iba a ver a mi tío Chili, con el que había quedado en la cafetería del Conde Luna, en la calle Sierra Pambley nos cruzamos Gamoneda y yo. Me dieron ganas de felicitarle pero recordé su sordera. Gamoneda caminaba de vuelta a casa, con un paso irregular -avanza más una pierna que otra- y con varios periódicos en una bolsa. En los periódicos estaba él mismo, convertido en premio Cervantes y diciendo que sólo se sentía el mejor poeta de su barrio, lo cual a vosotros os deja fuera y sólo a mi abuela y a mí nos hace verdadero daño.
PD. La foto de hoy en el fotoblog es de entrada libre
Comentarios
Me encantó tu post. Por vanidad también. Pero sobre todo por su último párrafo.
Pipurrax, ¿Qué tertulias son las de AG?
La hija de Gamoneda, Amelita, era de las íntimas del colegio de mi hermana y después de mi hermano, que es con quien me confunde cada vez que me para y da unos besos por las calles de Salamanca (como casi todos los de León).
De aquí se va hasta el mismísimo JUAN CRUZ. Y que no se arrepienta!.
Sí, que es muy pequeño.
Siempre he pensado que el asesino que 1º mata y después se suicida, erró el orden.
Había de morir asfixiado por su propia mierda.